ESCRITO SOBRE UNA MESA DE MONTPARNASSE
(I)
Una tarde, por el ancho rumor de Montparnasse,
por ese aire de provincia tan confianzudo y claro
-cada ventana paga su pedazo de sol con una canción-
anduve bebiendo el buen vino rojo y alegre como una
canción,
rojo y alegre como una revolución.
Y entonces pensé: ¿Qué haré ahora de mi vida?
Tengo dos amigos, un saxofonista y un vendedor
de globos.
Ellos me han dicho: Viene el invierno y eso es terrible.
Los gatos se calientan al sol, pero un hombre necesita
de la buena lumbre, de la buena carne y de la mujer
siquiera dos veces a la semana.
Algunas me han detenido en Montmartre
pero me piden cigarrillos y cien francos
y yo sólo puedo darles ágiles besos casi inéditos
y hablarles de mi país sin que ellas me comprendan
y decirles que Blanca Luz está en México
sin que ellas me pregunten quién es Blanca Luz.
(II)
Una noche, bajo la vieja luna de París degollada en los
techos
-la luna que alumbra a los enamorados y a los cobardes-
yo vi cómo en un alto balcón
se amaban un muchacho y una muchacha.
Vengo de Buenos Aires, digo a mis amigos desconocidos,
de Buenos Aires que es tres veces más grande que París
y tres veces más pequeña.
Y aunque mi sombrero y mi corbata y mi espíritu canalla
sean productos perfectamente europeos
soy triste y cordial como un legítimo argentino.
Diría, soy un pobre muchacho abandonado aquí
como una valija rotulada en todas las aduanas del mundo
y quisiera irme a Turkestán porque Turkestán es una bonita
palabra
y mi amigo Michel Berboff nació en Turkestán.
¡Pero si yo pudiera llevar a la práctica algo que hace días
reflexiono!
Ponerme a gritar sobre la Torre Eiffel con afilados gritos
para que venga una mujer y me ame.
(III)
¿Conocen ustedes el Neuquén?
Allí hay cabañas de troncos de árboles
y pulperías en donde venden cojinillos y libros de
Maurice Dekobra.
¿Y Tucumán? Aquí sólo puede buscarse la noche
en los ojos de sus mujeres
y las guitarras de sonoras y floridas parecen patios.
¿Y Mendoza? En Mendoza los niños saben cantar
porque han nacido al borde de las acequias.
¿Y La Rioja? Yo anduve por ahí adolescente y barbudo
y perdí una elección con cincuenta pesos y una vaca,
absorto, como Buster Keaton.
¿Y Santa Fe? En Santa Fe viví treinta días en un convento
con ocho frailes franciscanos que iban doblándose
hacia el suelo.
Los duendes venían hasta mi cuarto trayendo briznas de sol
y por la noche se ocultaban en las hornacinas
para hacerles señas a los perros sin dueño y a los viajeros
extraviados.
Nosotros tenemos además estaciones abandonadas,
pozos de petróleo
y escuelas rurales como en los cuentos de Francis Bret
Harte.
Pero lo que no tenemos es la alegría verdaderamente
constante,
la risa verdaderamente pura, el corazón verdaderamente
libre.
(IV)
Y no se hable de mi corazón.
Yo quisiera
anunciar la función en los circos
dando puñetazos a las estrellas rojas.
Yo quisiera escupir los vidrios de un expreso de lujo
para que rabien los millonarios.
Yo quisiera interrumpir todas las conversaciones telefónicas
para ver si encuentro una palabra, una sola palabra para mí
y abrir toda la correspondencia del mundo por ver si alguien,
una sola persona, tiene un recuerdo, un solo recuerdo para mí.
Yo quisiera arrojar una bomba, derrocar un gobierno,
hacer una revolución con mis manos amigas de la luz,
de la caricia,
destruir todas las tiendas de los burgueses
y todas las academias del mundo
y hacerme un cinturón bravío de rutas inverosímiles, como
Alain Gerbault,
para que venga Blanca Luz y me ame.
Argentina-1905
De “La calle del agujero en la media”
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