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Las Piedras
Construir un discurso es como ir a esa ciudad sepultada a restaurar las piedras que debieron permanecer erguidas y demoler los postes carcomidos que demasiadas veces se izaron por doquier bajo los cuales subyacen las verdaderas palabras.
¿Cuáles podrían ser estas palabras capaces de enunciarse como las portadoras de verdad?
Lacan habla de la lengua, no dice un idioma, dice la lengua, que viene a ser el conjunto de frases, giros, palabras colocadas así o así en una sucesión determinada pero que son los fragmentos visibles de toda esa ciudad capaz de ser soporte de cualquier vida.
¿Por qué o para quién se iban a molestar esos dos estudiosos en darle su preciso lugar a lo que sí decimos o a lo que no llegamos a decir; tanto trabajo, tantas definiciones, aclaraciones, preguntas, siendo tan fácil como parece anunciar: yo digo esto... si fuera, como parece, inocuo farfullar, inquirir, ocultar, disimular, caer en un extremo de indiferencia hablada o pronunciar con gestos, con no frases, con ocurrencias plagadas de sitios comunes?, ¿para qué si no estuviésemos abocados a que sean ellos y ellas los más fieles representantes de nuestro tiempo magistral, indiscutible y único con su carga bestial de temporalidad y de finito?
El tiempo indiscutible que tengo para decir yo estuve allí, yo vivo en eso, yo no pasé por esa esquina o, si lo hice, estuve todo el rato prescindiendo del ángulo no visible con el que ésta me amenazaba de un no volver a estar pasando, de un fin sin tiempo. Hablar es discurrir por todos los carriles, lo que es decir por los carriles por donde sí pongo mis pies y no otros pies ajenos aunque tropiece todos los verbos con esa dificultad para que en una o muchas de aquellas frases se constituya tal vez la mía. Ellas no avisan, ellas lo invocan todo, desde el amanecer hasta las noches, ellas se dicen, con o sin mí.
Por eso que tales construcciones son los palacios, las trincheras, los acueductos, los barrancos, las plazas, las esquinas, los lagos y los mares y también los océanos, en los que tengo que vivir.
Igual olvido que memoria le toman prestado a un diccionario vivo su singularidad, su forma adusta o su vileza, su pequeñez o su soñada maravilla; millones de para nadas que hacen tambalearse los soles y las lunas más tercamente apostados en firmamentos que tienen la obligación de estar eternos, solos, mudos. Ellos, que nada pueden modificar ni con su fuego ni con su hielo a excepción de que a miles de millones de años, siglos o toneladas de su corporeidad inerme, se desprendan y se terminen por arrojar contra la lábil tela de mi discurso.
12 de diciembre de 2010
¿Cuáles podrían ser estas palabras capaces de enunciarse como las portadoras de verdad?
Lacan habla de la lengua, no dice un idioma, dice la lengua, que viene a ser el conjunto de frases, giros, palabras colocadas así o así en una sucesión determinada pero que son los fragmentos visibles de toda esa ciudad capaz de ser soporte de cualquier vida.
¿Por qué o para quién se iban a molestar esos dos estudiosos en darle su preciso lugar a lo que sí decimos o a lo que no llegamos a decir; tanto trabajo, tantas definiciones, aclaraciones, preguntas, siendo tan fácil como parece anunciar: yo digo esto... si fuera, como parece, inocuo farfullar, inquirir, ocultar, disimular, caer en un extremo de indiferencia hablada o pronunciar con gestos, con no frases, con ocurrencias plagadas de sitios comunes?, ¿para qué si no estuviésemos abocados a que sean ellos y ellas los más fieles representantes de nuestro tiempo magistral, indiscutible y único con su carga bestial de temporalidad y de finito?
El tiempo indiscutible que tengo para decir yo estuve allí, yo vivo en eso, yo no pasé por esa esquina o, si lo hice, estuve todo el rato prescindiendo del ángulo no visible con el que ésta me amenazaba de un no volver a estar pasando, de un fin sin tiempo. Hablar es discurrir por todos los carriles, lo que es decir por los carriles por donde sí pongo mis pies y no otros pies ajenos aunque tropiece todos los verbos con esa dificultad para que en una o muchas de aquellas frases se constituya tal vez la mía. Ellas no avisan, ellas lo invocan todo, desde el amanecer hasta las noches, ellas se dicen, con o sin mí.
Por eso que tales construcciones son los palacios, las trincheras, los acueductos, los barrancos, las plazas, las esquinas, los lagos y los mares y también los océanos, en los que tengo que vivir.
Igual olvido que memoria le toman prestado a un diccionario vivo su singularidad, su forma adusta o su vileza, su pequeñez o su soñada maravilla; millones de para nadas que hacen tambalearse los soles y las lunas más tercamente apostados en firmamentos que tienen la obligación de estar eternos, solos, mudos. Ellos, que nada pueden modificar ni con su fuego ni con su hielo a excepción de que a miles de millones de años, siglos o toneladas de su corporeidad inerme, se desprendan y se terminen por arrojar contra la lábil tela de mi discurso.
12 de diciembre de 2010
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